LA BRECHA by Toti Martínez de Lezea

LA BRECHA by Toti Martínez de Lezea

autor:Toti Martínez de Lezea
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2009-07-30T23:00:00+00:00


Tras la explosión, Joaquín corrió a su casa en cuanto salió de la chocolatería. Sólo tenía una cosa en mente: poner a buen recaudo a su madre y a su hermana. Estaba dispuesto a enfrentarse al padre si era necesario y a llevárselas aunque para ello tuviera que arrastrarlas por la fuerza. Su familia, Bernarda incluida, estaba asomada a una ventana que daba a la calle de San Juan, intentando averiguar lo que había ocurrido.

—¡Madre! ¡Eulale! —gritó.

Los cuatro se giraron asustados por sus gritos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó don José.

—Los aliados están entrando en San Sebastián.

—¡Loado sea el Señor! —exclamó doña Xabiera uniendo las manos a la altura del pecho.

—¡Hay que salir de aquí inmediatamente!

—Ya te dije, hijo, que no hay que tener ningún miedo. Los ingleses son unos caballeros.

Don José cogió un puro de la caja de madera de las Indias con adornos de plata que reposaba sobre una mesita, al lado de una figura de porcelana, y se dispuso a encenderlo para celebrar la liberación de San Sebastián y la de sus ciudadanos.

—No hay caballeros en una guerra, señor. Únicamente vencedores y vencidos.

—En este caso, nosotros somos de los primeros puesto que estamos del lado de los vencedores.

—¡Nosotros no somos nada! ¡Somos simples civiles en medio de dos fuegos y ningún soldado va a detenerse a preguntarnos de qué lado estamos antes de dispararnos!

—¡Joaquín! —Doña Xabiera lo asió por un brazo— ¡No se te ocurra levantarle la voz a tu padre!

—¡Levantaré la voz lo que sea preciso para hacerle entrar en razón! ¡No pienso quedarme cruzado de brazos mientras un viejo tozudo se empeña en no ver que su mujer y su hija están en peligro!

—Y yo no pienso aceptar tu conducta —replicó don José—. Es indigno de un hijo faltarle al respeto a su padre.

Estaba lívido y estrujaba entre sus dedos el puro que no había llegado a encender.

—Lo siento, señor, pero en este caso usted no tiene razón, y voy a llevármelas de aquí con su permiso o sin él.

—¡En esta casa soy el amo y se hará lo que yo diga! ¡Márchate tú si quieres, pero, si lo haces, no vuelvas!

Joaquín alzó las cejas en un ademán sorprendido; no por las palabras que acababa de escuchar, sino porque, de pronto, se daba cuenta de que estaba ante una persona a quien no conocía. Aquel hombre autoritario cercano a los sesenta, con pelo cano y patillas alargadas hasta la mandíbula, cuyo vientre redondeado sujeto por un chaleco bordado mostraba su bonanza, era un desconocido para él, una persona distante a quien siempre había llamado “señor”. Nunca habían hablado de padre a hijo. De hecho, advirtió que en un mes había conversado con el notario Gurutzeaga más que con él en sus veinticinco años de vida. No recordaba un gesto cariñoso por su parte, un abrazo, un beso. Daba órdenes y en casa las acataban. Y él había sido un buen hijo, respetuoso y obediente, hasta ahora.

—Madre...

—Mi lugar está junto a mi marido y siempre haré lo que él diga.



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